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La modernidad según Stefano Salis, Maria Cristina Didero, Giuseppe Lupo y Deyan Sudjic.

Si tuviera que considerar la noción de modernidad según la acepción más actual, y más adecuada a una clave futura, diría que podría afirmar sin miedo que la modernidad hoy es sinónimo de sostenibilidad. La sostenibilidad es sinónimo de compartir.

Y compartir significa trabajar al unísono por un mundo mejor. Para todo el mundo. Cuestión crucial para nuestro tiempo, decisiva para determinar acciones futuras, sustancia de propuestas que deberán forjar la conciencia de productores y consumidores en los próximos años, la sostenibilidad parece estar en boca de todos, pero quizás las intervenciones concretas parecen limitadas, se actúa de forma limitada.

Ni siquiera el mundo del diseño puede ni debe escapar a estas exigencias. Proyecto, diseño, cultura de las personas: ninguno de estos aspectos puede ser ajeno a la cuestión: se trata de redefinir una noción amplia de sentido que englobe, en su conjunto, formas y estructuras de producción, resultados estéticos, exigencias del mercado y pensamiento consciente en la compra.

Los empresarios más ilustrados y avanzados en este campo primero entendieron y luego asimilaron la necesidad de un cambio radical. No solo en la producción, sino en todos los sectores de la cadena de producción. Todos los procesos son objeto de una reflexión y un cambio que no es una fachada: son y deben ser parte del ADN mismo de la empresa. Son su presente, muchas veces continúan su pasado, son ciertamente las raíces de un futuro sólido. Por otra parte, la industria no solo se ha adaptado a menudo a las exigencias del mercado, sino que en ocasiones se ha adelantado conscientemente a los gustos y tendencias, dictándolos a menudo.

En el campo del diseño, ya son numerosos los diseñadores, arquitectos, artistas y asociaciones que trabajan en esta dirección y que han seguido este camino desde el inicio de su andadura. Al contrario: para algunos de ellos, esta fue incluso la inspiración indispensable para caracterizar su obra. Al fin y al cabo, planificar es un verbo que naturalmente declina el futuro. Y, por tanto, debemos hacerlo cada vez con mayor responsabilidad.

El diseñador y la empresa (madre y padre de un objeto), responsables de numerosas elecciones que definen la trayectoria de un producto, evalúan la forma de hacerlo. Desde la elección de los materiales hasta la rentabilidad global, hasta el «pensamiento activo» que prevé un ciclo para el producto que va desde su nacimiento hasta su fin y ahora, posiblemente, a la reutilización. Compartir y reutilizar, reutilizar, repensar: esto es lo que hay que hacer hoy. Y luego actuar, porque no hay más tiempo y tal vez ya no haya ni siquiera una opción. «La casa está en llamas», dice Greta, y lo sabemos. Maria Cristina Didero

 

BIOGRAFÍA
Curadora de diseño independiente, autora y consultora, Maria Cristina Didero ha colaborado en diversas revistas, como Domus, Vogue Italia, L’Uomo Vogue, Flash Art, Apartamento y ha ocupado el puesto de editora general de ICON Design de 2018 a 2020. Actualmente ocupa el cargo de editora en Milán de la revista Wallpaper. Maria Cristina ha contribuido a la edición de un gran número publicaciones y ha colaborado con numerosas empresas.
Trabaja a nivel internacional como comisaria de exposiciones para instituciones, ferias y eventos dedicados al diseño. Ha trabajado para Vitra Design Museum durante 14 años. En 2021 pasa a formar parte del equipo de comisariado elegido por Stefano Boeri, a cargo del programa público para la edición del Salone del Mobile, Supersalone, mientras que en 2022 es nombrada comisaria jefe de la feria Design Miami/. Ha presentado asimismo un proyecto en el MK&G de Hamburgo titulado “Ask Me If I Believe in the Future”.

La modernidad es una palabra fascinante, incluso solo para decirla, o para tenerla rodando entre los labios en el pensamiento. Seduce y satisface los sentidos: siempre da una sensación de bienestar muy concreta; nos recuerda que vivimos nuestro tiempo con ilusión pero, también, que podemos superarlo: como protago-nistas. Moderno, en efecto, contrasta con antiguo o viejo y trae consigo una idea de «juventud» de ideas y resultados, que sirve para mirar más allá del horizonte de lo ya conocido. Mantiene constantemente una sensación positiva. Precisamente por esta razón, sin embargo, es una palabra que debe usarse con cautela Cierta-mente no es una panacea, ni tolera la falsedad: en definitiva, no se puede fingir ser moderno o innovador. O realmente se es, o no se es.

La modernidad no es una palabra: es una actitud, es una visión. Un proyecto de largo alcance y largo plazo; un cambio, colectivo e individual, que tiene lugar mientras se está realizando. No hay, pues, caminos marcados, sino experimentos por hacer, senderos que recorrer con las cambiantes sensibilidades (colectivas e individuales), y con las distintas exigencias que los tiempos plantean a las gentes de ingenio y a las fábricas encargadas de plasmarlas en la realidad.
La modernidad es cultura; instrumento del saber y del vivir que cuestiona continua-mente nuestra forma de ser.

La modernidad adopta la forma de un arco iris de ideas cambiantes, que pretenden desmentir a los agoreros siempre dispuestos a predecir catástrofes, pero también señalar los caminos que han demostrado ser erróneos y hacerlos perfecti-bles. Más: tal como está hoy, si llevamos el concepto al mundo del diseño, si se puede decir que ya no es sostenible producir y diseñar según viejos estándares, materiales e ideas, y tomemos el ejemplo de los maltratados plásticos – así, por otro lado, no se deben satanizar técnicas y expresiones que, en muchos casos (y fue pre-cisamente el del plástico a escala industrial), han permitido a grandes sectores de la población entrar finalmente en el bienestar y el confort: un legado decisivo del siglo XX. La historia del concepto de modernidad (en Italia en particular), su declive preciso en el mundo del diseño y una mirada al futuro que nos espera. Indudables expertos en el tema como Giuseppe Lupo, Deyan Sudjic y Maria Cristina Didero nos cuentan, cada uno con su perspectiva, en textos sucintos, pero precisos, qué significa reflexionar sobre estos conceptos, nos dibujan un mapa de sentido que orienta nuestra conciencia.

Si palabras como bienestar, innovación, sostenibilidad, pero también malentendido, mala interpretación, giro, cambio de rumbo se cuelan en estos textos, son el indicador más claro de la criticidad que plantea el concepto; y es el propio salero de la discusión. Para quien fabrica, para quien compra, para quien usa, para quien experi-menta el diseño (y no solo el diseño), los objetos de cambio son sujetos de una nueva posibilidad de interpretar roles y destinos, esto no parece una palabra dema-siado grande.
Porque la modernización no se compone solo de apuestas de futuro, sino también de recuerdos y pasiones. De respeto por las cosas bien hechas, con esa calidad y amor por lo realizado, que son valores atemporales. De una atención duradera a los detalles De la conciencia de rodearnos de objetos que nos hablan de nuestra identidad: es más, la explicitan. En definitiva, ser moderno, estar «dentro del tiempo», nunca ha sido una cuestión de disponer de artilugios tecnológicos de última generación, no es un alarde de poder disfrutar de descubrimientos científicos impensables hasta hace unas décadas, no es ser (falsamente) sociales porque esas son las reglas que nos impone la moda.

Moderno es tener una actitud de comprensión y empatía con lo que nos rodea, con lo que se necesita para mantenernos en un contexto, el nuestro. Nuevas formas de vivir, que seguramente llegarán, son la gran oportunidad que tienen quienes hoy se enfrentan a la dimensión de una experiencia social y cultural que debe encontrar soluciones diferentes a problemas nuevos, y soluciones innovadoras a problemas que se repiten.
Un gran filósofo como Zygmunt Bauman escribió en «Modernidad líquida»: «Uno se siente libre en la medida en que la imaginación no supera los deseos reales y ninguno de ellos supera la capacidad de actuar». Imaginación, realidad, capacidad de actuar, deseo: dentro de esta nube de palabras nos movemos con la conciencia de que los límites de ayer son las realidades de hoy, y las posibilidades de mañana son nuestro deseo de diseñar incansablemente un nuevo vocabulario de palabras, cosas e incluso personas. Los ritos de una liturgia secular que habla a nuestro espíritu de manera sorprendente y confiable. La modernidad no es una meta, sino el siguiente tramo del camino. Stefano Salis

 

BIOGRAFIA
Sardo de Sant’Antioco (1970) Stefano Salis ejerce como periodista en “Il Sole 24 Ore”, donde es responsable de la página de Comentarios. Trata regularmente temas de bibliofilia, edición, arte, diseño y literatura en el suplemento dominical. Ha realizado conferencias sobre estos temas por todo el mundo y ha impartido cursos universitarios de periodismo en la Universidad de Milán y en la Universidad Católica. Entre sus contribuciones en forma de libro cabe mencionar la edición (con Barnaba Fornasetti) del libro de Piero Fornasetti “Certi paraventi sono stati disegnati due volte” (Henry Beyle). Su último libro es “Sulla scacchiera” (editorial Franco Maria Ricci). Próximamente verá la luz la publicación “Un libro sulle pietre” de Roger Caillois (Franco Maria Ricci). Forma parte del comité de dirección de la revista FMR.

Cuando se pronuncia el término modernidad, hoy como ayer, inmediata-mente se piensa en las transformaciones económicas y sociales que se produjeron en el siglo pasado, entre las décadas de 1940 y 1950, época en la que el paso de la civilización de la tierra a la civilización de las máquinas dio a nuestro País un rostro industrial. Este acontecimiento, que tiene una dimensión epocal, es un signo de discontinuidad con el pasado, identifica un punto de no retorno, porque, antes incluso de afectar a la economía, los cambios han afectado a las pautas de comportamiento de los individuos, al tejido antropológico de las familias y los gru-pos sociales, incluso a la idea de paisaje urbano y de suburbio.

De hecho, nadie piensa hoy en el siglo XX sin las cuestiones ideológicas que han surgido con la irrupción de la tecnología. No conocemos la modernidad, sino sus reverberaciones, medimos los efectos que estaban allí a la vista de todos y se concretaron en la multiplicación de los objetos producidos en las fábricas –desde componentes de decoración hasta electrodomésticos, desde automóviles hasta ropa– hijos de un antiguo artesano saber hacer, que las fábricas han sabido fomentar y potenciar gracias al diseño, creando así ese estilo inconfundible al que se ha otorgado la etiqueta Made in Italy. En poco menos de quince años, Italia ha sabido renovar radicalmente su imagen de sí misma en el mundo: de nación pobre y derrotada, de patria de emigrantes a cuna de la buena vida, escuela de elegancia y refinamiento. Un acontecimiento de esta magnitud, si por un lado ha provocado la expan-sión del consumo y la afirmación de una sociedad de masas (dos fenómenos generalmente perseguidos por los hombres de cultura), por otro ha satisfecho felizmente la vida cotidiana de un pueblo que hasta la posguerra no conoció el concepto de bienestar estable, por el contrario vivió en una condición de precarie-dad, por no hablar de pobreza.

Decir siglo XX, por tanto, equivale a decir modernidad industrial, con todo lo que esta fórmula tiene sentido en el campo de la política, la cultura, los lenguajes filosóficos y económicos. El problema no era solamente la rápida consolidación de un nivel tecnológico, inevitable y necesario para una nación que pretendía posicionarse dentro del tablero occidental.
Er la ra eacción al cambio tanto en la gente corriente como en las élites intelectuales, la sensación de malestar, la ruptura profunda con el viejo mundo y también cierta desconfianza hacia lo nuevo. Los hombres de cultura se han hecho cargo de estos temas y han registrado sus vaivenes, por lo que, por ejemplo, la literatura que ha tratado estos temas puede leerse como un termómetro de una actitud, las más de las veces corrosiva en los resultados y severa en sus juicios, expresión de una antimodernidad (más que una adhesión convencida a la modernidad) que hunde sus raíces en el sustrato ideológico de un siglo complicado, dedicado al choque de modelos de sociedad más que al diálogo y la integración. Aquí yace una contradicción paradójica.

Por un lado, el frente intelectual, que con frecuencia malinterpretó los resultados de la industrialización, dándoles una lectura escéptica o negativa, como si la propagación de los bienes de consumo fuera un error estratégico o una forma de obediencia a la lógica del capitalismo. Por otro lado, la gente común – familias de trabajadores y oficinistas, clase media y pequeña – a quienes la fábrica, al poner a disposición sus objetos, les brindaba la posibilidad de acceder a un nivel superior de calidad de vida, de sentirse parte de algo mucho más grande. Más grande que un solo destino: un soplo de aire fresco, que atravesó el mundo y llenó los ojos de todos con el futuro. Giuseppe Lupo

 

BIOGRAFIA
Nacido en Lucania, Giuseppe Lupo reside en Lombardía donde imparte clases de “Teoría e historia de la modernidad literaria” en la Universidad Católica de Milán. En 2018 ganó el Premio Viareggio con “Gli anni del nostro incanto” y en 2011 el Premio Campiello con “L’ultima sposa di Palmira”.
Además de las obras mencionadas, es autor de numerosas novelas, entre ellas “L’americano di Celenne”, “La carovana Zanardelli”, “Viaggiatori di nuvole”, “L’albero di stanze”, “Breve storia del mio silenzio” y “Tabacco Clan” (2022). Ha publicado varios ensayos sobre la cultura del siglo XX y la época moderna industrial. Su último libro es “La modernità malintesa” (2023). Colabora en las páginas culturales de “Il Sole 24Ore“.

Andy Warhol, en los años 60, catapultó el arte moderno a los libros de historia para dar paso a la alternativa menos ideológica del arte contemporáneo.
La arquitectura moderna fue declarada muerta por el crítico posmodernista Charles Jencks en 1972. Pero mientras que los posmodernistas han disfrutado diseñando hoteles para Disney con la forma de un cisne gigante y usando hormigón prefabricado para construir viviendas de gran altura que parodiaban el Coliseo en los banlieues parisinos, no hemos podido abandonar el concepto de modernidad. En cierto sentido, la cruzada moral que alguna vez representó el modernismo ha sido reemplazada por una nostalgia por la certeza que alguna vez representó lo «moderno». Es una nostalgia que podemos ver en la fascinación que la arquitectura brutalista y los muebles modernistas de mediados del siglo XX ejercen sobre una generación de hipsters.

Podemos ver un reflejo de esto en el homenaje de Jony Ive a los electrodomésticos Braun de Dieter Rams en su diseño para Apple, y en la continua importancia del trabajo de pioneros modernistas como Jean Prouve y George Nelson en la industria del mueble.
No es difícil comprender el encanto de un diseño que resiste el paso del tiempo. Había algo especial en las obras de Rams y las de Charles y Ray Eames, algo que las hacía perdurar. Fíjate en la arquitectura de la Eames House de Santa Mónica, construida con componentes industriales estandarizados: parece tan fresca y nueva como el día en que se terminó de construir en 1949, a diferencia de la obsolescencia programada de los electrodomésticos de la cocina (aún en uso) para los que no tenían otra opción.

Hay otro aspecto menos sentimental y quizás más importante, el encanto de la modernidad. La explosión de las redes sociales y la adopción universal del teléfono inteligente, introducido hace solo dieciséis años por Steve Jobs, se descri-bieron inicialmente como nuevas etapas en la evolución de la modernidad y, en cambio, tuvieron la consecuencia no deseada de ayudar a empujar al mundo hacia un condición premoderna.

Se suponía que Twitter daría más poder al individuo y, en cambio, amenaza con retrotraernos a la Edad Media, con sus intolerancias, presenciadas por el regreso de las antiguas supersticiones contra las vacunas y los prejuicios contra los extraños, lamentablemente reaparecidos en una nueva era de irracionalidad. Tenemos que encontrar nuevas formas de usar la tecnología, para restaurar algunas de las cualidades y libertades que son una parte esencial de la modernidad. Ser moderno no significa elegir un estilo por encima de otro.

Significa encontrar formas de hacer que la tecnología funcione para las personas. Significa comprender cómo está cambiando la sociedad. Significa investigación, pruebas concretas, razón, comprensión. Terence Conran dijo que el diseño es la inteligencia que se hace visible. La tecnología no se detiene.

La modernidad consistía en sillas cantilever de tubo de acero. Buckminster Fuller se burló con razón de los modernistas de la escuela Bauhaus porque solo les preocupaba lo que podían ver en su mundo, porque diseñaban grifos sin importarles las tuberías y los ingenieros que les abastecían de agua. El crítico inglés Reyner Banham, ya en los años sesenta, predijo un futuro en el que los muebles desaparecerían por completo. En muchos sentidos, estamos en una era en la que los objetos se han desmaterializado, como él planteó.
Debemos buscar nuevas formas de ser modernos, y formas modernas de encontrar la comodidad que siempre hemos buscado en nuestras posesiones físicas, esa capacidad que tienen de reflejar nuestra vida y nuestra memoria.
Deyan Sudjic. 

 

BIOGRAFIA
Deyan Sudjic es crítico y escritor. Ha dirigido la revista Domus en Milán, ha sido director de la Bienal de Arquitectura de Venecia y ha comisariado exposiciones en Londres, Estambul, Copenhague y Seúl sobre temas que van desde Stanley Kubrick hasta Zaha Hadid o Paul Smith. Su libro “The Language of Things” ha sido publicado en diez idiomas, incluido el italiano (“Il linguaggio delle cose”, Laterza 2009). Es el director de Anima, una nueva revista de diseño lanzada en abril de 2023.

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